lunes, 31 de marzo de 2008

la naúsea del viajero

ilustracción: Mora Diez
¿Qué hacer con aquel sentimiento que hunde la conciencia de los hombres en lo insulso de la vida? ¿Qué ocurre con el malestar que oprime la garganta y acartona los bulevares? La existencia es precisamente las vicisitudes de todos estos quehaceres reflexivos sin razón de ser. Esta gran existencia está plagada de muchas existencias ensimismadas, que se reagrupan en un caos sensorial o se encuentran suspendidas en el aire compuesto por partículas de otras diminutas existencias que respiramos cada día. Pero no todos los hombres llevan la pesadumbre de las existencias en su esqueleto, ni se preocupan por el sentido o el sinsentido de la vida; unos cuantos sí, y son precisamente ellos quienes viven este drama del absurdo.
¿Pero qué es el absurdo? Es absurdo el comportamiento de un chiflado que hace pantomimas en un sepelio. Lo es para todos los dolientes, pero no para el chiflado, en su contexto nada de lo que hace es absurdo. Lo más difícil de la existencia es eso mismo: existir. Existir implica una actividad tan recóndita que está alojada en los confines de nuestro ser, donde casi nunca la percibimos, pero cuando se advierte su contorno bofo y viscoso, la sensación aparece periódicamente hasta que la náusea nos cubre el cuerpo, nos toca la medula y se clava en nuestros huesos. En este caso, ya somos nosotros mismos la náusea y estará en nuestro organismo como un mal crónico; será una efervescencia que aparecerá de vez en cuando para poseer a todas las cosas: a las alfombras, a los cafés, a las floreros, las bicicletas y después, casi al final, la náusea será los rostros y el cabello de nuestros amigos.
De esto mismo padecieron grandes hombres, pero no sólo los grandes sino también los pequeños humanos que viven en los pueblos y en los suburbios, los hombres fugitivos de sí mismos y las personas que encontramos en las estaciones como Antoine Roquetin, quien sufrió los estragos de su propia vida y de las rutinas anquilosadas que vertían gotas de locura en cada una de sus actividades. Antoine estaba suspendido entre dos ciudades horas antes de tomar el tren que lo llevaría quién sabe donde. Por un lado sentía que Bouville lo ignoraba, al darse cuenta del olvido total en el que había caído después de haber dedicado parte de vida a está ciudad y sus parroquianos; por otro lado existía un rumor opuesto que se llamaba París, que no lo conoce y no lo quiere conocer. Sin embargo él sabe que su fortuna es lo de menos, ha dejado marchar en un vagón lo único que motivaba un ligero sentido a lo que los demás llamaban vida.
Ayer ella tenía la vida de Antoine en sus palmas, pero la dejó escurrir entre sus dedos que se extendían con el recuerdo de todos los ayeres. Ahora Antoine comprendía que el ayer es un hoy fusilado que todavía tiene la sangre tibia, y que el pretérito es un agujero donde la gente avienta su presente en cada momento. No sabe si aún se encuentra Anny sentada al lado del egipcio charlando tan banal y despreocupada sobre los horarios, o si quizás aquella mujer hoy pesada mas todavía joven que tanto amó, ya camina en Londres. Su cabeza fue un ramillete de nostalgias mutiladas, cuando en ese miércoles de 1932 escuchaba meditabundo un réquiem maravilloso: some of these days/ you’ll mis me honey.


No hay nada mejor para tolerar nuestra existencia que enfrentarla. Aceptar de vez en cuando que las horas desparramadas de existir no han sido las mejores, aunque se trate de nuestro proyecto de vida, que ideamos con esmero desde las sillas y nuestras camas. A veces la existencia de los otros no justifica nuestra propia existencia, aun cuando ésta sea la más intensa y desbordada que conozcamos. Roquetin advierte que su error siempre estuvo en querer resucitar al marqués de Rollebon. Hay que buscar una historia nueva que no pueda suceder cada día: una aventura. Así llegaremos tal vez a soslayar la náusea por largos periodos.

Quizá un día, pensando precisamente en esta hora, en esta hora lúgubre en que espero, con la espalda agobiada, que llegue el momento de subir el tren, quizá sienta que el corazón me late más rápidamente, y me diga: fue aquel día, aquella hora cuando comenzó todo. Y llegaré -en el pasado, sólo en el pasado- a aceptarme.

Entonces, llegando a ese punto dejaremos de ser los cangrejos y las langostas que entran a los bares, a las bibliotecas o a los cafés recién salidos del océano nauseabundo de las existencias, para poder vernos unos a los otros como los humanos que existen viviendo y que a veces somos.