miércoles, 27 de abril de 2011

Ideas (zyania)





¡El cielo está quemado!

“Llegaré gracias a tu alfabeto en cruz”. Ella secó su cabello y se evaporaron ¾ partes de la noche. América vuelve, como queriendo ser niña otra vez, a su temprana glaciación. Ahora lo recuerdo: no sé si la tierra imagina mi identidad, o mis ideas, juntándose con las de los árboles, salen y suben hacia el ángulo más débil de la luna. “Aquella atmósfera no resistirá tanto”, eso pensó la mujer mientras sus alas parpadeaban para mí. Dos abanicos completamente húmedos y lisos borraban cada uno de los climas al norte. Era un éxtasis de amor. Arriba el cielo se acomodó terso y lacio. Miramos un rebaño lamiendo las nubes y consumirse entre los truenos. Las chispas cayeron en el mar cuando todos los cuerpos se extinguían. La mujer volteó a mirarme y yo perdí las señales de mi presencia. “¿No sabes como respira la geometría final?”, quiso preguntarme ella, pero nuevamente no dejó que soñara su voz. A fin de cuentas, las voces bajo las cataratas no se hunden con una sola letra ni el sonido tiznado de mi espíritu se reanima si no lo sueño primero. Quizás cuando releyó cada una de las voces en la poesía, él se hallaba en un paréntesis hipnótico, donde el sueño es canalizado en enormes frascos para después ser arrojados en el fondo del cielo verde. Desde entonces, el cielo y el mar fueron un único concepto, una forma espiral soñada por Rubén Darío en 1904, cuando él tapó su cara con una sábana de alcohol. “¿Lo recuerdas? Duda de las curvas que imaginan tus sentidos”, ella repitió las mismas palabras sin saberlo y, cansada, vació su aliento junto al mío. Poco a poco se depuraba la oración, sus bordes brillaban filosos. Así corté un mantra entre sus manos y huyó libre el sonido para aliviar la ansiedad del sol. Presentí que la luz se asomaría y quise correr tras los huesos del continente americano. Sólo quedó América y África, pero eran torpes para sostener su peso entre las rocas y los minerales. Todo lo demás decidió ser vapor. El mundo se restablecía con nieve, un hielo cálido soplaba encima de mi cabeza. Antes de irse, ella me entregó un cubo que contenía una flor o un cubo que al arrojarlo mostraba siempre una flor o un cubo que se desplegaba con flores o un cubo que se desarmaba y dejaba intacta una flor o un cubo que debía plantarse para que así naciera una flor o un cubo que lleva en cada uno de sus lados el espíritu de una misma flor o un cubo que multiplica los ecos y silencios de la flor o un cubo que valía más por ser una flor de papel o un cubo con la medida básica para saber la mística de una flor o un cubo o un cubo o un cubo o un cubo o un cubo o un cubo… Guardé esa rosa matemática en la bolsa interna de mi saco. Calculé de momento. Confundía mi número con el infinito, pero fue más hermosa la cantidad que me esperaba dentro de ella.