Los esquemas que conforman una literatura específica contienen modelos de referencia, que se construyen, generalmente, fijando personajes simbólicos, moldes de autoridad, que dibujan una línea de meta-inicio. Trayectorias dirigidas o surcos accidentados, capaces de propagarse por todo un organismo en formación, generando un rostro, una piedra, un edificio o cualquier artefacto de relaciones simbióticas. El modelo de referencia de la poesía mexicana moderna, es decir, la que se desarrolla a lo largo del siglo XX y que continúa quizás hasta nuestros días, se funda tímidamente con Enrique González Martínez, para lograr su identificación genérica con las obras de José Juan Tablada y Ramón López Velarde. Estos son los tres paradigmas de transición, sin soslayar la movilidad poética que ejercieron Amado Nervo, Salvador Díaz Mirón, Efrén Rebolledo o Luis G. Urbina en la construcción de la nueva poesía nacional. Éstos últimos aún personajes decimonónicos, beneficiarios de la paz porfiriana y educados bajo los anclajes positivistas que estacionaron las poéticas vigentes en aquel momento.
A través de estos tres creadores, en su acepción más original, se aproxima el cambio que va de las poesías líricas a los caligramas, de los bardos “cultivadores” a los poetas “diferenciados”: atípicos en una tradición deglutida. Es común este tipo de símbolos transitorios, que se consideran por muchos lectores las trinidades y los binomios poéticos en una determinada tradición. Allí está el caso peruano con José María Eguren y César Vallejo, o el modelo de referencia chileno que se da con Gabriela Mistral, Vicente Huidobro y Pablo de Rokha. No sólo se dan estos paradigmas de transición para integrar una poesía nacional, dándole identidad y peculiaridades ornamentales, sino que se construyen también en las regiones, desplegando estandartes que se desmarcan de una metrópoli letrada. La poesía andaluza, por ejemplo, toca sus puntos de referencia con Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez y Federico García Lorca. Casi todos estos autores son fundacionales, en el sentido de que se consideran iniciadores de un contorno poético, de una línea circundante, que encierra y delimita las herramientas de las futuras generaciones. Fundan, desde la transitoriedad, los instrumentos que serán utilizados por sus descendientes: las líneas genealógicas donde se trazaran todas las demás líneas y todas las demás figuras. Paulatinamente, estos descendientes, se irán apropiando de los moldes para vaciarlos, saturarlos o llenarlos al margen de sus expectativas. Los poetas se aproximan o toman distancia, pero siempre en referencia a esos modelos; así traspasa una conducta común, quizás deliberada o inconsciente, a las vanguardias, al neobarroco y a la poesía más reciente.
El personaje que se vislumbra más lejano en nuestra sangre, en nuestro artefacto poético actual, es Enrique González Martínez, quien formará por medio de sus lecciones a la familia de la lírica nacional. Durante las tribulaciones revolucionarias, será el proveedor que impedirá que la casa se derrumbe, que las vorágines toquen los libros que tanto se leen en la élite porfiriana. La dimensión de médico jalisciense, le otorga una variada experiencia en el campo del humanismo: se sabe hombre de ciencia y arte. A la par que conversa de fisiología, está pensando en la literatura francesa del siglo XIX. González Martínez es un personaje sapiente, conocedor de la exquisitez europea y las nuevas formas de hacer literatura; encarna el paternalismo más distante: es el abuelo arborescente de la poesía moderna, desde la carga simbólica que él asumirá en vida, hasta la vena consanguínea que pasa por Enrique González Rojo, Enrique González Rojo Arthur y Ana Rosa González Matute. Asimismo, es el médico que ausculta al organismo poético de principios de siglo, escuchando una sintomatología preocupante: un cuerpo que si bien no está enfermo de muerte, padece trastornos de obesidad y gangrena. El doctor González sospecha de lo qué se trata, hace conjeturas sobre el motivo de ese malestar central. Él diagnostica, de acuerdo a sus más recientes auscultaciones, que el organismo poético necesita un nuevo cúmulo de voces, ya que el quejido visceral se hace oír.
El lirismo vital de Enrique González Martínez es el recuento de una ascensión perpetua. Frío y acompañado de una mayor sinceridad, cabalga hacia una severa idea de la vida. Ya no se detiene a ver el ánimo de la naturaleza imaginaria, ya no existe bucolismo apremiante dentro de él. González Martínez conforma la óptica de un espejo entre varios que registran la lucha revolucionaria. El desarrollo de las armas y la incertidumbre política desdoblan eventualmente su propia voz: su poesía es plenamente de su siglo y del siguiente. Pero la vida, cruel, no siempre da vigor contra todo desastre. Y entonces el artista cincela con sombrío sus libros, sus líneas de escape. Cuando el poeta monta su espectáculo, que ya meditaba desde hace tiempo, en la escena de “El asesinato del cisne”, combate los dos impulsos, el de la fe y el del desasosiego: relojes que se golpean. La voz finalmente se libera de los días inútiles y del jardín clausurado. Triunfará, para ese tiempo, la sabiduría de la meditación clara, la serenidad del otoño largo. Es el destino de este espíritu superior, aristocrático, dejar una hora al silencio y otra a la reflexión, pero capaz de una emoción disuelta y vertical.
Enrique González Martínez se convierte paulatinamente en el vocero de una aspiración estética. Renueva sin hablar con las multitudes; sus poemas florecen a través de las almas selectas donde viaja su palabra, que es ante todo un consejo de meditación. Desde provincia, publica su tercer libro Silenter (1909), donde abreva su tradición modernista y se rastrea el dominio de una corriente que ya se tambalea con una escenografía artificiosa. Este libro será la antesala del “cisnecidio”, también será el surgimiento de otro esquema que no tendrá todavía forma, sin llevar, propiamente dicho, un tótem poético ni una médula temática. Más allá de exclamar que la poesía de González Martínez mata al cisne en su propio estanque, arrancándole el pescuezo, se trata ésta de una consigna, en un momento donde se escuchaban los lemas anti-reeleccionistas de Francisco I. Madero y se colgaban por doquier las diatribas contra Díaz. De este modo, el doctor González debate contra la abstracción estéril, la nobleza retórica de la frase y la treta sentimental. Con Los senderos ocultos (1911) y La muerte del cisne (1915), el poeta jalisciense levanta una estética diferente en el ámbito nacional, que elude al cisne y a todas sus representaciones quiméricas. Entonces sale a la luz la estampa que se convertirá en un himno antimodernista: con las incontables lecturas del soneto “Tuércele el cuello al cisne”, los poetas se llenan de sangre. El cisne, animal engañoso para González, embaucador de sueños y realidades, permite al morir el arribo de otras criaturas. La voz lírica alcanza intensidades entre el misterio que va de la vida hacia la muerte; la sienes filosóficas se inflaman de quietud y contemplación. La voz búho-hombre o, mejor dicho, el devenir del poeta en búho le otorga el señorío para iniciar la revolución de la poesía mexicana.
En La palabra del viento (1921) el poeta tiene ya asimiladas sus nuevas formas, más sinceras y menos fastuosas, que lo llevan ante un examen sin bisuterías. Se está ante la palabra misma, ante el lenguaje de una esencia poética ya no corporizada, no más musa ni ave. El vigor de la naturaleza es dominado con cadencias necesarias, sin fingir. Ya descansa, superando el simbolismo francés, hasta llegar a una conciencia de sí mismo que se derrama con la cotidianidad. El poeta crea una obra completa y orgánica. El poeta, en su paso de búho, se va depurando minuciosamente de sus adornos iniciales y forma círculos precisos: compases. Son los cantos más puros, el espíritu más calmo, la tranquilad de un asesino que ya está confeso. Quedaron atrás las batallas contra la era positivista y el organismo poético ha pasado a ser otra cosa, inclusive México ha pasado a ser otra cosa. La poesía nacional es un cuerpo que no posee rasgos, que no se abastece de funciones, es una masa deforme aún en los años veintes. Por último, con Babel (1949), González Martínez lee postreramente el fin de la II Guerra Mundial y el reacomodo global.
Quien propicia, en mayor medida, que el organismo poético en México quede como una amalgama es José Juan Tablada. Él será el primer poeta vanguardista de México, el más experimental o arriesgado hasta el momento; el que mantiene esa curiosidad por objetos bizarros, exóticos y lejanos. El poeta será un turista de lo insólito, inquieto, a veces no sabe si es disidente o audaz. Tablada nunca está satisfecho: sale, entra, abre una puerta, cierra una ventana donde sale volando siempre su sombrero. El poeta se siente atraído por lo novedoso, por lo que no entiende a cabalidad. El tránsito de su obra es también el tránsito de sus viajes físicos, de lo que vio en distintas tierras poéticas. Una fotografía de Juan José con Gabrielita Mistral da cuenta de eso. Tablada saca sus manos para perderse, para dibujar imágenes, pues esa era la dirección de la nueva poesía: el golpe de la metáfora y las colinas plásticas de la palabra. José Juan, por saber este secreto, es el más joven de los poetas, incluidos los Contemporáneos. Muchos escritores de aquel tiempo, recordaron su casa japonesa de Coyoacán, como un sendero idílico donde nacían sapos orientales y aves mitológicas. Allí aparecía Tablada vestido con kimono de seda, haciendo arder sándalo sagrado entre sus budas. El poeta le llama a un sirviente oriental para que recoja solo los pétalos caídos de una flor, sonríe y se realiza sucesivamente su santuario personal.
Para don José Juan el arte estaba en perpetuo movimiento y en continua evolución como los astros, que era la misma evolución de las células de su cuerpo. Vida, para él, era igual a movimiento. “El arte moderno está en marcha”, es lo que proclama José Juan Tablada. Por eso no permite que un poema sea siempre ese poema que ya está escrito. Lo lee y lo interpreta como un bien que vive y se transfigura. En su primera etapa, cuando escribe El Florilegio (1889) y (1904), sale de las sombras el poema “Onix”, que a juicio de muchos coetáneos, rayará en lo perfecto, en la sublimación modernista y monacal. El “torvo fraile”, personaje del poema, se pierde cuando el alma tediosa descifra que no hay Dios ni amor ni bandera. Es este poema el misterio de la meditación, de la fluctuación bajo las esencias. No se encuentra nada en el anhelo infinito, en los afanes trascendentales. Tablada, como persona que sabe identificar los cambios simbólicos de los siglos, justo cuando inicia el XX, parte para Japón y trae de regreso a México el Sol Naciente de la poesía. El Imperio lo ha cegado tanto, que no logra traducir su clave ideográfica.
Uno de los soles que trae Tablada, adherido a ese otro Sol Mayor, es en realidad diminuto: el haikú. Con Un día: poemas sintéticos (1919) y con la culminación en Li-Po y otros poemas (1920), el poeta viajero se vuelve a escapar, sigue una pequeña línea de fuga. Lo que escribe de puño y letra son poemas “supradimensionales”, pensados a la par de Apollinaire. Si decir que Tablada, al introducir el haikú en la lírica panhispánica, reconfigura su papel importador, también hay que afirmar que en realidad su obra busca una invención que sólo se inspira en los aromas y el arte japoneses. No hay necesariamente una relación entre el haikú original y el que reinventó Tablada. Conforma con estos libros un bestiario sofisticado, preciso y deslumbrante, con una sabiduría sobre los ecosistemas, donde conviven monos, luciérnagas, sapos, tortugas, sauces y hongos. En los poemas, las plantas se trasportan por sí mismas para recorres lugares insospechados. El haikú resulta una chispa, un instante que destella e ilumina brevemente canales profundos. Poema de una partícula que se mantiene viva por su dinamismo. La poesía ideográfica de Tablada va a desembocar en la reescritura de la sombra del ancestral Li-Po, en su deslizamiento por la luna, el sapo, la flor y el abanico.
El jarro de flores (1922) muestra el dominio empírico de Tablada al reinterpretar la poesía oriental para beneficio de la tradición mexicana, que no se aprovechó tanto con sus sucesores. El título del libro podría sugerir que cada poema es una flor, que aunque cortada de su tierra de origen, Japón, mantiene una nueva función en el florero de barro. Por su parte, en La feria (1928), el poeta, ya habiendo recorrido latitudes sudamericanas y estadounidenses, busca la media entre la lírica cosmopolita y folclórica de su país: el México a los ojos de la gente más opuesta y unida a la vez. Para entonces, Tablada se inscribe en esos dominios que López Velarde ha ensayado con su obra, donde se percibe ya el acento peculiar de la voz poética mexicana. No es una imitación vana, la visión de Tablada es más colorida y explosiva que la del poeta de Jerez, quien prefiere los martirios hondos. El lenguaje de Tablada es elástico, lleva silbidos, cohetes o bailes que sacuden las palabras. En su poesía aparecen vivos los dioses prehispánicos, la fauna sagrada que se habían tratado hasta entonces con solemnidad histórica. El mismo Ramón López Velarde calificará a Tablada como “ave del paraíso” y dirá, como católico experto, que los frascos de su poesía se hallan endiablados.
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Mientras que Tablada a pasado por todos los estratos del lirismo: cuarzos, industrias, zoológicos, mitología, monasterios, oro, marfil, carbón y ceda; Ramón López Velarde circunscribe el drama alrededor de su espíritu. Conoce también ese galopar que tendrá la imagen en la poesía que vendrá durante el siglo XX, por eso su lenguaje se embarra de chía, de frutas y tierra mojada. Sin embargo, su proceder es opuesto al de Tablada: el poeta venido de la provincia zacatecana se sostiene y vive a partir de una mirada entre la capital y la provincia, entre lo culto y lo popular, entre lo católico y lo pagano. Respira el alma tibia que añora, a las muchachitas que son como tórtolas o barquillos. El poeta, desde la Ciudad de México, encuentra que sus venas ya no alcanzan a irrigar la provincia bonita, se vuelve ésta el aire brumoso y lleno de balas que la Revolución se ha llevado y traído. Todo lo que ve se lo encuentra por la calle; la provincia está clausurada, intocable como el sexo de una mujer. El poeta está autoexiliado en la capital del país y en su capital verbal: el amor. Por eso no busca ardides en la poesía que cultiva y, aunque en ocasiones hace apología de lo cursi, su fraseo logra un tic-tac inevitable que le siembra semillas en el pecho. Afirma don Ramón escuchar el latido de sus sienes cada noche y el roce que la sangre tiene con su almohada. Él expulsa cualquier palabra que no surja a partir de “la combustión de sus huesos”, que no se dore en el ritual milenario que es su persona castiza. Ya apunta: “hay que beberse las distancias de lo infinito para dar la nota más individual”.
López Velarde enciende por sus venas, cual cirio, al Dios de su pueblo como si fuera un inmenso cáliz que cubre toda su obra. No es un poeta místico ni católica derechista, es una sorpresa de devoción que se desgarra, que vive en desosiego sempiterno: un seminarista que nunca dejó su cuerpo joven. No se detiene en la ortodoxia ni en la contemplación, su poesía es un rayo que deslumbra y se apaga. Tendrá a Fuensanta como una maga, una exploración del lívido que siempre peca. Entre ser seminarista y abogado, encontró la fórmula de expresión en la metáfora litúrgica. La sangre devota (1916) parte de los parajes pueblerinos, de la revelación de las amorosas cabezas que don Ramón va apuntando en su vida, del aire tras aire respirado. En Zozobra (1919) se da la crisis, el alma se rompe para hundirse en una sustancia desconocida. Se da una evolución rara en el lenguaje como si una inimaginable pasión lo traspasara. La poesía mexicana ha nacido a través de un balcón donde nada el alma penitente: lopezvelardianos serán los troncos del edificio poético. El organismo ya tiene un mártir. Después se recoge de su costilla, ya muerto y hecho leyenda, El son del corazón (1932) y “La Suave Patria” que hace de la nación una doncella envuelta entre los elementos más exóticos y profundos. Ya como figura indiscutible, vendrán las especulaciones en las palabras faltantes de “El sueño de los guantes negros” como un papiro bíblico que intenta dilucidar los silencios del prócer. El Minutero (1923) vendrá a ser la sincronización poética y narrativa más alta del autor.
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Como bien apuntará Octavio Paz en El camino de la pasión: López Velarde, el más importante legitimador de la poesía del jerezano, todos los libros de este poeta nacionalísimo aluden al corazón como símbolo y realidad: rizoma de su escritura. El corazón que se hace líquido (la sangre devota), el corazón que se abandona entre sus músculos para caer al mar (zozobra), el corazón de la diástole y la sístole ahogada (el son del corazón y el minutero). Se dice que López Velarde muere a los 33 años, como un Cristo endémico, pero la reliquia que los poetas mexicanos tomaron fue la más viva: “El Sagrado Corazón lopezvelardiano”. José Gorostiza confesará que la muerte de este enigmático vate fue una “tragedia pavorosa”. Asimismo, Xavier Villaurrutia reconocerá la poesía de Velarde como un hito insoslayable con su selección El León y la Virgen. El consenso, casi unánime, de la generación siguiente será colgar el retrato de López Velarde en sus poemas. Aunque verdaderamente no será hasta su internacionalización, con los elogios de Neruda y Borges, cuando se supriman las etiquetas de “provinciano” o “localista” al ingenio de don Ramón. La filiación, para los poetas mexicanos próximos, es algo natural y es propia para formar una leve fisonomía al organismo que aún es recién nacido. López Velarde es la primera cara de ídolo, aunque ya no de piedra como las otras. Los más jóvenes se dibujan sus mismos bigotes para honrarlo, sus facciones forman un pequeño piso donde los poetas se paran y gritan a los cielos revolucionarios.
Santo corazón lopezvelardiano, caricatura de Jimo, 2011.
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