Ilustración José Guadalupe Posada
El ejército en las calles, combatiendo en una guerra cruenta y sin sentido. En “tiempos de paz”, de acuerdo con la Constitución mexicana, las fuerzas armadas deben permanecer en sus cuarteles y campos. Si el ejército desempeña una ataque frontal contra la delincuencia organiza, como lo hace hoy día, donde la población civil queda en medio de estos dos flancos, se perpetuarán realmente los “tiempos de guerra”. Los militares sólo responden con poder de fuego y no realizan actividades de investigación. Bajo esta tendencia, la postura del gobierno federal se encamina más hacia la confrontación bélica que hacia la investigación policiaca: es la lógica de golpear la fuerza con más fuerza en una batalla de armamento y estratagemas. Urge la creación de una policía investigadora de delitos sobre delincuencia organizada, que haga una labor profesional y técnica contra la violencia de los grandes capos. La postura del gobierno federal, en vez de buscar la solución integral al problema, se conforma sólo con la medida sangrienta que simboliza el Ejército mexicano y la policía de choque. Apostar más a las políticas preventivas, de educación y empleo, podrían ser válvulas de escape al conflicto, pero la actual administración no ha querido verlo así.
No es una casualidad que el novelista chileno Roberto Bolaño haya visto a Ciudad Juárez, en su novela 2666, como el advenimiento de un territorio apocalíptico: la derrota final de la ley y la civilización del progreso. Esta ciudad fronteriza constituye una metáfora del cúmulo de violencia del siglo XX, su masificación acelerada y progresiva. No olvidemos que en 2009 Ciudad Juárez fue considerada como la urbe más violenta del mundo. Podíamos no sólo hablar de Chihuahua o Tamaulipas, sino de varias zonas del país. México podría ser considerado en algunas décadas más como el país donde murió prematuramente el Estado contemporáneo y se retornó al status salvaje y natural. Se diría de México: “País que dejó morir el Estado democrático”. México se conformaría en futuros lustros bajo una estructura donde los factores reales de poder sean reconocidos por medios meta-legales; el aparato a conformarse sea un poder desnudo y con ínfimas coberturas jurídicas o políticas. Algo que vaya más allá del Estado, pero no en la dirección de lo jurídico-político, sino en una ruta de coerción y violencia permitida.
El Estado mexicano es un holograma, su presencia es traslúcida: existe y no existe. No puede ser reconocido como vivo pero tampoco como cosa muerta. Al tocarlo se descubre el espejismo. El Estado se mueve para realizar ciertas funciones que lo mantengan en apariencia sana y próspera. No tiene color o ideología propios. La historia de las ánimas poderosas lo alimentan: Pedro Páramo y La sombra del caudillo. México es la verificación más real de que el Estado es una ficción jurídica y que sus caminos son largos cada centuria.
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El ejército en las calles, combatiendo en una guerra cruenta y sin sentido. En “tiempos de paz”, de acuerdo con la Constitución mexicana, las fuerzas armadas deben permanecer en sus cuarteles y campos. Si el ejército desempeña una ataque frontal contra la delincuencia organiza, como lo hace hoy día, donde la población civil queda en medio de estos dos flancos, se perpetuarán realmente los “tiempos de guerra”. Los militares sólo responden con poder de fuego y no realizan actividades de investigación. Bajo esta tendencia, la postura del gobierno federal se encamina más hacia la confrontación bélica que hacia la investigación policiaca: es la lógica de golpear la fuerza con más fuerza en una batalla de armamento y estratagemas. Urge la creación de una policía investigadora de delitos sobre delincuencia organizada, que haga una labor profesional y técnica contra la violencia de los grandes capos. La postura del gobierno federal, en vez de buscar la solución integral al problema, se conforma sólo con la medida sangrienta que simboliza el Ejército mexicano y la policía de choque. Apostar más a las políticas preventivas, de educación y empleo, podrían ser válvulas de escape al conflicto, pero la actual administración no ha querido verlo así.
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No es una casualidad que el novelista chileno Roberto Bolaño haya visto a Ciudad Juárez, en su novela 2666, como el advenimiento de un territorio apocalíptico: la derrota final de la ley y la civilización del progreso. Esta ciudad fronteriza constituye una metáfora del cúmulo de violencia del siglo XX, su masificación acelerada y progresiva. No olvidemos que en 2009 Ciudad Juárez fue considerada como la urbe más violenta del mundo. Podíamos no sólo hablar de Chihuahua o Tamaulipas, sino de varias zonas del país. México podría ser considerado en algunas décadas más como el país donde murió prematuramente el Estado contemporáneo y se retornó al status salvaje y natural. Se diría de México: “País que dejó morir el Estado democrático”. México se conformaría en futuros lustros bajo una estructura donde los factores reales de poder sean reconocidos por medios meta-legales; el aparato a conformarse sea un poder desnudo y con ínfimas coberturas jurídicas o políticas. Algo que vaya más allá del Estado, pero no en la dirección de lo jurídico-político, sino en una ruta de coerción y violencia permitida.
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El Estado mexicano es un holograma, su presencia es traslúcida: existe y no existe. No puede ser reconocido como vivo pero tampoco como cosa muerta. Al tocarlo se descubre el espejismo. El Estado se mueve para realizar ciertas funciones que lo mantengan en apariencia sana y próspera. No tiene color o ideología propios. La historia de las ánimas poderosas lo alimentan: Pedro Páramo y La sombra del caudillo. México es la verificación más real de que el Estado es una ficción jurídica y que sus caminos son largos cada centuria.
México D.F., septiembre de 2010.